Estamos embelesados con las gallinas. Y no somos los únicos. Cuando voy a echarles un vistazo, descubro a mis vecinos estirando el cuello por encima de la valla como pájaros curiosos.
“Estamos contemplando a las gallinas”, dice Dave. Su mujer, que rara vez sale de casa, está a su lado y parece divertirse.
“Sí”, les digo, “es adictivo. Ya es la tercera vez que salgo a verlas y todavía no son las diez de la mañana”.
Las gallinas –todo sea dicho- no nos prestan ninguna atención. Van a lo suyo, como si estuviesen demasiado ocupadas para perder el tiempo. Escarban y picotean, y devoran briznas de hierba, semillas, insectos y lombrices. Es un gusto verlas comer. Parece increíble que en los pocos metros de barrizal haya nada comestible, pero a juzgar por su frenética actividad la tierra parece abundar en delicias. En parte nuestra satisfacción se debe al hecho de descubrir que las gallinas son a la vez glotonas y gastrónomas. Se ponen moradas con todo lo que pillan pero, a la vez, hay ciertos manjares que parecen producirles un especial deleite. Cuando Betty encuentra uno de esos bocados exquisitos, echa a correr con él en el pico, mientras las otras la siguen en un frenesí de aleteos y cacareos excitados.
Mike, el vecino de arriba, también viene a ver las gallinas y nos cuenta historias de cuando los vecinos del pueblo solía tener gallinas en sus jardines traseros. “La gente, por aquel entonces”, dice, “era más autosuficiente y sabía hacer cosas”. Me pregunto, si será eso por lo que nos tienen tan cautivados las gallinas, por la destreza de sus instintos y su sentido de propósito. Sea por lo que sea, ahí estamos, absortos. Y hasta Mike, que es un tipo tímido, se queda un buen rato con nosotros, charlando sobre aves y lo que se cuadre, sin despegar los ojos de ellas.
En los días siguientes, más vecinos y amigos visitan el gallinero. No me esperaba algo así. Jamás hubiese pensado que las gallinas iban a crear tanto interés y que nos congregaríamos a su alredor, como alrededor de un fuego plumífero y cálido.